MI CRISTO ROTO
Pe. Ramón Cué Romano, SJ
Pues yo fui al jueves y en el jueves encontré mi Cristo y lo compré en jueves. Judas, también lo vendió en jueves. Pero antes de deciros cómo, permitidme dos confidencias. Una, que me encanta ir al rastro; otra, que dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Que se llevan mis preferencias los Cristos barrocos españoles. Y, si me urgís más, los andaluces.
Todo esto para explicaros que soy asiduo visitante del jueves en Sevilla. Siempre pienso: si yo encontrara en el jueves un Cristo sevillano, pequeño, de buena talla, barato...
La última vez que fui, fue en mes pasado, en compañía de un amigo mío: Pepe Zarazar, que anda también en su vida, detrás de un Cristo, mejor dicho, detrás de Cristo.
Fuimos al jueves porque a Cristo –que lección– se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos y libros, muñecos rotos o litografías románticas. La cosa es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil rastro que es la vida.
Pero aquella mañana no lo encontramos en el jueves y nos aventuramos por su prolongación: la casa del artista. Más fácil encontrar ahí un Cristo, pero mucho más caro. Es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuestos de lujo. El Cristo que han encarecido los dólares del turista americano. Porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo está más caro.
Visitamos inútilmente dos o trastiendas. Andábamos por la tercera o cuarta.
-¿Quiere algo, Padre?
-Dar una vuelta, nada más, por la tienda, mirar, ver...
De pronto, frente a mí, acostado sobre una mesa con incrustaciones, vi un Cristo sin cruz. Iba a lanzarme sobre él, pero, frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo. Me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba. Era un Cristo todo roto. Pero esta misma circunstancia me encadenó a él, no sé por qué.
Fingí interesarme primero por los objetos que lo rodeaban, hasta que mis dos manos se apoderaron del Cristo. Dominé mis deseos para no acariciarlo. No me habían engañado mis ojos, no .Debió ser un Cristo muy bello. Era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero y, aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Yo seguí pensando. ¿Será muy caro? Había que decidirse.
Pregunté, primero, el precio de un camafeo. Luego en de un marfil. Fingí disgusto.
-Lástima, es todo muy caro. ¿Y eso?
No me atrevía a llamarlo Cristo. Estaba tan mutilado. Era casi más una cosa que un hombre. ¿Y eso? Tal vez preguntando así lograría un precio más económico. Pero me equivoqué. Se acercó el anticuario. Tomó al Cristo roto en sus manos.
-¡Oh...! ¡Es una magnífica pieza! Se ve que usted tiene buen gusto, Padre. Fíjese que espléndida talla, que buena factura...
-Sí, pero está tan roto... tan mutilado...
-No tiene importancia, Padre. Aquí, al lado, hay un magnífico restaurador amigo mío. Se lo deja a usted nuevo.
-Bueno. ¿Y en qué precio me lo deja?
Volvió a ponderarlo, a alabarlo. Lo acariciaba entre sus manos. Pero no acariciaba a Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero. Insistí:
-¿En cuánto me lo vende?
Dudó, Hizo una pausa. Miró por última vez al Cristo. Fingió que le costaba separarse de él. Y me lo alargó en un arranque de generosidad diciéndome resignado y dolorido:
-Tenga, Padre. Lléveselo. No es dinero. Lléveselo. Por ser para usted –y conste que no gano nada– tres mil pesetas, nada más. Se lleva usted una joya.
Me quedé con las manos en el aire.
-¿Tres mil pesetas? ¡Qué disparate! ¡Es carísimo!
-¿Caro?
-Naturalmente.
Y empezamos el anticuario y yo a regatear sobre un Cristo. Él, en vendedor, exaltaba las cualidades del Cristo para mantener la cifra. Yo, sacerdote, le mermaba méritos al Cristo, como si fuese una simple mercancía.
Y me acordé, claro, de Judas. ¿No era aquello también una compraventa de Cristo? Pero, ¿cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en Él y en nuestros prójimos?
Nuestra vida es muchas veces una compraventa de Cristo. Indudablemente, Judas pedía más y los sacerdotes ofrecían menos. Como yo entonces. Y Judas fingía irse, como yo, para volver de nuevo al regateo. Y los sacerdotes simulaban, como yo, no interesarles tanto el comprar a Cristo, como yo, para volver otra vez a insistir en el precio.
Total, lo de siempre. Cedimos los dos. Nos avenimos los dos, como Judas y los sacerdotes judíos. Y el que perdió, como en Judas, como siempre, fue Cristo. Resultó despreciado, porque de las tres mil iniciales en las que me había sido valorado, me lo rebajaron a ochocientas pesetas.
Antes de despedirme le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En su información vaga e inconcreta me dijo que creía proceder de un pueblo –no recordaba el nombre– de las sierras de Aracena, en Huelva, y que las mutilaciones se debían a una profanación allá por el año treinta y seis, cuando lo de la guerra española. Me lo había imaginado desde el principio. Apreté a mi Cristo con cariño y salí con él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara, con mi Cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! ¡Pobre Cristo! Un poco más y dejaba de ser Cristo. Viéndolo así me decidí a preguntarle:
-Cristo, ¿quién fue el que se atrevió contigo? ¿No le temblaban sus manos cuando te astilló las tuyas arrancándote brutalmente de la cruz? ¿Qué cara puso cuando te partió tu cara? Oye, ¿qué ha sido de él? ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿En la sierra de Aracena? ¿Qué se haría hoy si te viera en mis manos?
-Cállate –me cortó una voz invisible y tajante–. Cállate. Preguntas demasiado. ¡Cómo sois los hombres! Cuando se tratan de los pecados ajenos no se os agotan ni las preguntas ni la curiosidad. Pero, sobre todo, cómo os cuesta a los hombres a aprender a olvidar. ¡Cómo sois! Creéis que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el vuestro. ¡Cállate! No me preguntes no pienses más en el que me mutiló. ¡Déjalo! ¡Respétalo! Yo ya lo perdoné. Yo me olvido instantáneamente y para siempre de sus pecados, cuando un hombre se arrepiente. Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate!
-Sí, Señor, enséñame a olvidar y perdonar.
Pero mi Cristo seguía urgiéndome:
-Oye. ¿Por qué ante mis miembros rotos evocas el recuerdo de los que en la guerra del treinta y seis mutilaron mis imágenes y no se te ocurre recordar a tantos que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos, los hombres, en la posguerra? ¿Qué es mayor pecado, mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito yo por la gracia del bautismo? ¡Hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los Cristos vivos que son sus hermanos.
Yo estaba confuso, sin habla. Su voz me acorralaba. Por salir de ese cerco angustioso, por quedar bien con mi Cristo, se me ocurrió decirle:
-Oye, te voy a mandar restaurar. No quiero, no puedo verte así, destrozado. Ya verás qué bien vas a quedar. Aunque el restaurador me cobre lo que quiera. Tú te lo mereces todo. Me duele verte así. Mañana mismo te llevo al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta...?
-¡No! No me gusta –contestó el Cristo seca y duramente–. Eres igual que todos los demás, hablas demasiado.
Hubo una pausa. Una orden tajante como un rayo vino a decapitar el silencio angustiosos:
-No me restaures. Te lo prohibo, ¿lo oyes?
-Sí, Señor, te lo prometo, no te restauraré.
-Gracias –me contestó el Cristo mansísimamente.
Su tono volvió a darme confianza.
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo.
-Ya lo veo.
-¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me dueles?
-Eso es lo que quiero. Que al verme a mí roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo, rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han bloqueado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. No me restaures, a ver si viéndome así te acuerdas de ellos y te duelen. A ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás.
La voz de mi Cristo seguía sonando como el eco de una viejísima queja eterna.
-Mira, hay muchos, muchísimos cristianos que se vuelcan en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello y se olvidan de sus hermanos, los hombres, Cristos feos, rotos y sufrientes. Y eso yo no lo acepto.
Ahora mismo, en estos días últimos de Cuaresma y en los próximos de Semana Santa, en todas las ciudades españolas se extreman las manifestaciones de cariño para todos los bellos Cristos crucificados, Pero eso no basta. Eso no vale si falta el amor al prójimo sufriente.
Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando a un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan. Me dan asco. Los tolero y los aguanto forzado, en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. Tenéis demasiados Cristos bellos. Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte.
Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huída del dolor ajeno, tranquilizando, al mismo tiempo, la conciencia en un falso cristianismo. Por eso deberíais tener más Cristos rotos. Uno en la entrada de cada iglesia. Uno en cada Semana Santa procesional, que os gritaran siempre, con sus miembros partidos y sus caras sin formas, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos, los hombres.
Por eso, te lo suplico, no me restaures. ¡Déjame roto! Aguántame roto junto a ti –aunque amargue un poco tu vida. ¡Bésame roto!
-Sí, Señor, te lo prometo. No habrá fuerza que me arranque de ti.
Y un beso sobre su único pie astillado fue la firma de mi promesa.
Desde hoy viviré con un Cristo roto.
-¿Dónde está el brazo derecho? ¿No habrá forma de localizarlo...?
-Imposible –me contestó–. Y no crea usted que no revolvimos ya todo el pajar de Aracena en donde estaba tirada la imagen mutilada. Encontramos, eso sí, la pierna izquierda y se la pegamos. Pero de la mano derecha, ni rastro. Sabe Dios a dónde habrá ido a parar la mano derecha de Cristo.
El anticuario de Sevilla no sabía, Señor, por dónde andaba tu mano derecha. Pero tú, tú sí que lo sabes... ¡Vaya si sabes por dónde anda tu mano derecha..! ¿Verdad? Tu mano derecha... ¿Quién puede localizarla? La estás desclavando continuamente y se te escapa siempre. No me extraña que no la tengas. Se te arranca y anda por ahí, invisible pero eficaz, haciendo de las suyas...
¿Quién no siente de vez en cuando, amigos, el roce suave de la mano llagada de Cristo...? Esa mano irresistible que sin llamar a la puerta se mete en todas partes. En el hospital, en el lecho de muerte, en la oficina, en el despacho, en la fábrica, en el cine, en el teatro, en el espectáculo... Se cuela de puntillas, como una ráfaga luminosa y musical... En el cabaret... En el muladar... En el fango... Es una alarma inquietante: ¿Quién anda ahí? No, no, no, no es nada... Sí. Es la mano derecha de Cristo. No podemos dar un paso por la vida sin tropezar con la mano derecha de Dios.
Pero tú Cristo, Cristo mío roto, solamente tienes mano izquierda. Se me está ocurriendo una tontería: Que si tú fueras solamente hombre, podríamos también decir de ti que también tienes una buena mano izquierda. Pero no en ese sentido en el que se lo aplicamos a los hombres: ¡Fulano tiene una mano izquierda! Y tú, Cristo mío, tu tampoco tienes una mano izquierda en ese sentido humano de manejos subterráneos y tortuosos, no. En la vida hace falta manejar mucho la izquierda, si no, se fracasa, como tú. Con una sola mano no se flota bien. A la larga, hay que nadar con las dos. Y a ti te faltó mano izquierda. Así te ha ido a ti. Te crucificaron te ahora te mutilan. El que tiene buena mano izquierda no le crucifican nunca. Ahí está, precisamente, todo.
Yo sentí que mi Cristo sonreía silencioso.
-Qué poco y mal me conocéis. Claro que yo también tengo mano izquierda.
-¿Tú, Señor?
-¿Qué sería de vosotros, los hombres, si yo no tuviera mano izquierda...? La tengo, pero no para evitar que me crucifiquen a mí, sino para conseguir que mi Padre no os condene a vosotros. Yo no uso mi mano izquierda para salvarme a mí de la cruz, sino para salvaros a vosotros del infierno. ¿Lo comprendes ahora?
-A medias, Señor.
Toda la aventura trágica y divina de nuestra vida está en dejarse coger por las manos de Dios. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligrosos: La libertad. Y Dios la respeta misteriosamente, infinitamente. Para conquistarnos dispone Dios de dos manos. La derecha y la izquierda, que representan dos técnicas y dos tácticas.
La mano derecha es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. La mano izquierda busca atajos, da rodeos, es cálculo, diplomacia. No tiene prisa, se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a la distancia y finge la voz. Pero aunque izquierda, no es maquiavélica ni traidora, porque la mueve el amor. Para cada alma, Dios tiene dos manos, pero las emplea de modo distinto, porque todas las almas son diferentes.
Hay almas que se dejan coger por la mano derecha. En otras alternan la izquierda y la derecha, las dos manos de Dios. Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda.
Con la derecha, como a palomas blancas u ovejas dóciles, Dios cogió a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas.
Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la mano izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se rebelan, se plantan... Entonces entra en juego la izquierda. Busca un disfraz y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche... ¡La mano izquierda de Dios! Aquí está, Cristo, es la que te dejaron... Parece que no hace nada. A manotazos bruscos, desalmados, alejamos continuamente de nuestro alrededor esa suave mano derecha de Dios. Trata de ser freno que nos detenga. ¡Apártate! Quiere alzarnos del barro en que caímos: Hoy no quiero volar... Mañana, déjame... Se nos mete en el pecho por ver si logra ablandar nuestro corazón: ¡Eso para los niños y las viejas...! Yo soy un hombre. ¡Déjame...! Y Dios retira entonces, muchas veces, su mano derecha. La hemos hecho prácticamente inútil para nosotros.
Otras veces, muchas, ¡qué suerte entonces!, Dios no se da por vencido. Retira la derecha pero desclava la izquierda. Deja la derecha en reserva. Ya volverá a usarla después. Y juega con la izquierda. Y qué irresistible, Cristo, cuando se decide a emplearla. Nadie maneja la mano izquierda mejor que Dios. Sus recursos son infinitos. Ayer la disfrazó de gallo, de relámpago, de cañón primitivo. Hoy la disimula con más modernos y actuales disfraces. Es el ser más actual. Se rompe una presa que arrasa mis fincas, Tengo un descuido imperdonable en el trabajo: La máquina me siega un brazo. Íbamos en el coche a cien por hora, nos salió impensadamente un camión. Murieron en el acto mi mujer y un hijo. Quedé solo en la vida. Jamás he tenido una enfermedad pero me dice el médico que tengo no sé qué de corazón. Ni alcohol, ni tabaco, ni trasnochar, ni exceso alguno. Y esto a mi edad. ¿Quiere usted creer que la única hija que tengo, terminada ya la carrera, una delicia de criatura, me sale ahora con que se va a carmelita descalza? Yo tengo veintidós años. Me rifaban las chicas del barrio. Estoy en cama desde hace dos meses y me acaba de decir un buen amigo, que esto mío de la pierna es cáncer de hueso. ¿Y me voy a morir a los veintidós años? Yo no espero a que venga la muerte. ¡Qué te lo has creído!
Ante la mano izquierda de Dios, la primera reacción es un grito de rebeldía y desesperación. Olvidamos la presa, el coche, el camión, el cáncer, la muerte, el accidente, porque adivinamos que ellos no tienen, en definitiva, la culpa. Presentimos a Dios como responsable último de ese dolor que por ser tan terriblemente profundo no puede venir de las criaturas. Y, lógicamente, nos encaramos con Dios, con el culpable, y le gritamos, le preguntamos: ¿Por qué? Le exigimos. Le emplazamos. Le desafiamos. Le condenamos... ¿Padre...? si fueras Padre no me tratarías así. Gritamos... protestamos... nos rebelamos... y luego nos quedamos solos. Vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes y, sin darnos cuenta, la primera oración. Sucede el cansancio. Otra vez solos. Las lágrimas ya son más serenas. Ya rezamos sin protestar. Tenemos ganas de besar algo. ¿Qué? Sí, eso. Ya lo encontramos... un crucifijo... y con un beso le decimos a Dios: Está bien. Lo que Él disponga.
Terrible, violenta, dura, implacable, pero bendita mano izquierda de Dios.
Y se formulan absurdas expresiones: Bendita presa que se rompió, arrasó mi fábrica pero me acercó a Dios... Tengo veintidós años y un cáncer de hueso, ¡nunca he sido tan feliz como ahora!... ¿Mi hija monja? Ofreció su vida en clausura por mi salvación. Yo andaba muy lejos de Dios...
¡Cristo mío roto! Te lo digo en nombre mío y de todos los amigos televidentes que te están viendo en la pantalla, manco de la derecha, ofreciéndonos tu izquierda. Te lo digo en nombre de todos porque somos valientes para pedírtelo desde ahora: Señor, si no basta para salvarnos la ternura de tu mano derecha, desclava tu izquierda... Disfrázala de lo que quieras: fracaso... calumnia... ruina... accidente... cáncer... muerte... Cristo, que seamos hijos de tu mano... de tu derecha o de tu izquierda.
A la cabecera de tu cama, amigo, o en tu mesita de noche, tienes un Cristo clavado en la cruz. ¿Por qué esta noche, antes de acostarte, no le besas la mano izquierda? Y que sea lo que sea. Atrévete.
El anticuario de Sevilla que me lo vendió tampoco ofrece ninguna pista ni rastro. Yo quisiera devolverle su cruz, porque aguantar en la cruz sin cruz, debe ser doble tormento doloroso. Por eso, amigos, os pido ayuda. Se ha perdido una cruz... ¿Alguno de vosotros ha encontrado una cruz? ¿Queréis las señas...? ¿El tamaño...? Pues ya lo veis. No muy grande. Unos noventa por sesenta centímetros. No muy grande, pero es una cruz y no hay cruz pequeña. Además, es una cruz para Cristo y entonces no hay modo de medirla. Con estas señas basta porque, en definitiva, todas las cruces son iguales. Perdonad, pues, mi insistencia. Amigos, ¿alguno de vosotros ha encontrado una cruz...? ¿O sabéis de alguien, vecino, pariente, amigo, que la haya encontrado...?
Sí... ya sé que os estáis contestando todos: ¡Qué cosas pregunta usted! ¿Qué si no hemos encontrado una cruz...? ¿Una sola...? ¡Hemos encontrado tantas cruces...!
Y todos, es verdad, tenéis toda la razón. Por eso ahora pregunto al revés: ¿Quién de vosotros, amigos, quién de nosotros, no ha encontrado una cruz...? Mejor dicho, ¿quién no tiene una cruz...? Es un derecho de propiedad irrenunciable que se está ejerciendo siempre. Con esta personalísima propiedad privada no puede ni el comunismo. Todo comunista tiene su propia cruz, inalienable. Imposible socializarla y todos la llevamos a cuestas, aunque no se ve. Aunque sonriamos. A veces, por oculta, más pesada. La mía no la veis tampoco. Me veis a mí, multiplicado en todas las pantallas receptoras, pero no veis mi cruz... ¡la tengo! Aunque no extienda los brazos en forma de cruz, aunque no salga por detrás de mis hombros. Yo me la sé. Y vosotros, la vuestra.
Todos trabajan pero, todos, tienen y trabajan con ella, una cruz: su cruz. Los dos cámaras... el que vigila, alerta, la jirafa de sonido, el que se encarga de los focos, el regidor que me hace señas e indicaciones y tiene una cruz. Todos, estamos todos, trabajando con nuestra cruz a cuestas. Pero entonces, ¿esto qué es? ¿Un estudio de televisión española en Madrid, o una escena fantástica de una eterna Pasión...?
Y con la vuestra, también a cuestas, estáis contemplando vosotros este programa en donde estéis: en casa, en la del vecino, en el bar. ¿Para qué vinisteis con la cruz a ver la televisión?
Nos persigue hasta la silla, la butaca, la cámara. Esta noche, al acostarnos, no podemos dejarla colgada en la percha. Y al levantarnos mañana, no será necesario vestirnos la cruz. Saltaremos de la cama con ella ya puesta. A la entrada de nuestro trabajo dejaremos apartado el coche, la moto, la bici. ¡Ojalá pudiéramos todos los días, también, dejar unas horas aparcada nuestra cruz! Para las cruces no hay problemas de aparcamiento. No ocupan sitio, aunque ocupen y absorban una vida entera.
¿Que quién ha encontrado una cruz? Todos... Buenos y malos... Santos y criminales... Sanos y enfermos. Ni siquiera respeta los partidos políticos por opuestos que sean. Ni a los que parecen desafiar al dolor con las carcajadas y juergas de su vida. Esa pobre prostituta que a estas horas, repintada y aburrida, espera sentada en la barra de la cafetería o arrimada a la esquina estratégica, lleva encima una pavorosa cruz a cuestas. Pesa tanto que se apoya recostándose en la esquina. Una cruz que pesa más de lo que sospechábamos. Y el que se acerca a ella buscando el placer, lo hace por huir de otra cruz. Con sus respectivas cruces a cuestas, hablan los dos, se arreglan, al fin, los dos. Y allá van los dos, por la calle adelante con prisa los dos y con la cruz acuestas los dos. Y cuando regresan, cuando ya han tratado de aplacar su hambre de felicidad, sienten, defraudados, que han aumentado su cruz. Es mayor, en ella, el asco y el envilecimiento; en él, la desilusión. ¡Bah! No merecía la pena. Para volver a surgir mañana, otra vez, la cruz del deseo en él. Y en ella, dentro de un rato, otra vez, el asco y el cansancio. Y siempre con la cruz a cuestas.
Una vez, en Nueva York, yo tuve una pesadilla terrible. Como en una película de Ingmar Bergman. Acababa de pasar unos días en Nueva York abrumado y ahogado por las masas verticales de sus rascacielos y esa noche soñé con una fantástica ciudad, con un Nueva York centuplicado, donde los rascacielos se abrían arriba en forma de cruz, y cuyas paredes e infinitas ventanas, iluminadas por dentro, de noche, se partían en forma de cruz, para enseñarme en cada uno de los pequeños huecos, un hombre crucificado. ¡Qué angustiosa pesadilla la de aquella noche, atravesando en sueños las calles trágicamente silenciosas y vacías, bajo la mirada lacerante de infinitos hombres crucificados en las ventanas de los rascacielos crucíferos y arrastrando yo, único caminante, mi cruz, que rechinaba en el asfalto por las interminables calles solitarias!
¿Y no es verdad...? Toda ciudad, en definitiva, es un bosque, una selva, una colmena de cruces. ¿Y sabes, amigo, por qué a veces nuestra cruz resulta intolerable? ¿Sabes por qué llega a convertirse en desesperación y suicidio...? Porque entonces, nuestra cruz, es una cruz sola. Una cruz sin Cristo. La cruz sólo se puede tolerar cuando lleva un Cristo ente sus brazos. Una cruz laica, sin sangre ni amor a Dios, es absurdo aguantarla. No tiene sentido, te lo concedo.
Por eso, amigo, se me ocurre una idea: Yo tengo un Cristo sin cruz, míralo... Y tú tienes, tal vez, una cruz sin Cristo. Esa que tú sabes. Los dos estáis incompletos. Mi Cristo no descansa porque le falta su cruz. Tú no resistes tu cruz porque te falta Cristo. Un Cristo sin cruz... Una cruz sin Cristo... ¿Por qué no los juntamos y los completamos? ¿Por qué no le das esta noche tu cruz vacía a Cristo? Saldremos ganando, ya lo verás. Tú tienes una cruz sola... vacía... helada... negra... pavorosa... sin sentido... Una cruz sin Cristo. Te comprendo, sufrir así es irracional. No me explico cómo has podido tolerarla tanto tiempo. Tienes el remedio en tus manos. ¡Anda, dame esa cruz tuya! ¡Acércala más! Yo te doy, en cambio, este Cristo sin reposo y sin cruz. ¡Tómalo! ¡Te lo acerco! ¿Lo estás viendo? Es tuyo, multiplicado prodigiosamente en todas las pantallas de televisión... ¡Dale tu cruz! ¡Toma mi Cristo! ¡Júntalos! ¡Clávalos! ¡Abrázalos! ¡Bésalos! Y todo habrá cambiado. Mi Cristo roto descansa en tu cruz. Tu cruz se ablanda con mi Cristo en ella.
Empecé dando un aviso: Se ha perdido una cruz. Lo retiro. Ya no hace falta, Hemos encontrado una cruz, la nuestra, que resulta ser la de Cristo.
Yo se la hubiera restaurado lo primero de todo. Pero Él me lo prohibió. Por eso me dedico, en un juego de mi fantasía y de mi cariño, a restaurársela idealmente, colocando sobre su cabeza sin facciones, las caras que para Cristo ha soñado el arte universal. Consumo en este juego ratos y ratos. Museos, colecciones, galerías, catedrales, pinacotecas, todo va pasando por el tajo de su cara en un desfile lento y sabroso.
Me siento Velázquez o Juan de Mesa, con un patetismo barroco. O Montáñez, en olímpica belleza. O Fra Angélico: ¡qué dulcísimo rostro! O Leonardo, de infinita tristeza. Corro al Greco. ¡Cómo ruedan temblorosas las lágrimas del expolio! Ratos. No acabo nunca.
Pero desde hace unos días he tenido que renunciar también al consuelo de este juego. Mi Cristo roto es terrible en sus exigencias; no concede treguas. Y me lo ha prohibido también. Yo creía, al principio, que le gustaba. Al menos lo toleraba silencioso. Hasta que un día no pudo aguantar más y me interrumpió severamente:
-¡Basta...! No me pongas ya más caras. He tolerado tu juego demasiado tiempo. No acabarás de comprenderme. No me pongas más esas caras que pides de limosna al arte de los hombres. Quiero estar así. Sin cara. Prometiste que jamás me restaurarías.
-Y lo sigo prometiendo, Señor –le contesté confuso y sincero.
-A no ser que quieras ensayar otro juego... Ponerme otras caras... Esas sí las aceptaría.
-¿Cuáles, Señor...?, te las pondré en seguida.
-No lo creo... Te conozco.
-¿Por qué no...? Dime qué caras y te las pongo.
-Temo que no lo entiendas. Incluso que te escandalices como los fariseos.
-Pondré todo mi esfuerzo en comprenderlo. Dímelo. ¿A qué caras te refieres?
-A otras... Pero reales, no fingidas como las que inventabas, y que son también mías, como la que me cortaron de un tajo.
-¡Ah...! Ya creo adivinar, Señor. ¿A que te refieres a las caras de los santos, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes...?
-¿Ves como no aciertas? No das una –sonrió mi Cristo tristemente. Esas caras, es verdad, son mías. Pero ya las tengo. Nadie me las niega ni me las regatea. Yo quiero otras caras, las reclamo. Muy pocos se atreverían a ponérmelas.
-Yo sí... Anda...¡Dímelas!
-Bueno... tú lo has pedido. Después no te quejes.
Hizo un descanso como para tomar fuerzas. Respiró profundamente. Dudó. Me pareció que se volvía atrás. Yo estaba asustado. Le tuve miedo a Cristo. Pero no había remedio. Me preguntaba:
-Oye, ¿no tienes por ahí un retrato de tu enemigo...? ¿De ese que te envidia y no te deja vivir...? ¿Del que interpreta mal, por sistema, todas tus cosas? ¿Del que siempre, por todas partes, va hablando mal de ti...? ¿Del que te arruinó...? ¿Del que dio malos y decisivos informes sobre ti...? ¿Del traidor que te puso una zancadilla...? ¿Del que logró echarte del puesto que tenías...? ¿Del que metió en la cárcel a tu hermano...? ¿Del que se aprovechó de la guerra y mató a tu padre...?
-Cristo... no sigas...
-No lo ves... Ya te previne... Es demasiado, ¿verdad...?
-Es inhumano, es absurdo... Pero no me hagas caso. ¡Sigue, sigue hablando!
-Bueno... ¿Te has fijado bien en las caras de los leprosos... de los anormales... de los idiotizados... de los mendigos sucios... de los imbéciles... de los locos... de los que se babean...?
-¿Y qué me vas a decir, Cristo, que esas caras son tuyas...? ¿Y que te las ponga...?
-¡Naturalmente...!, y me las vas a poner.
-¡Imposible...!
-Espera. No acabé aún. Toma bien nota de esta última lista y no olvides ningún rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del suicida, del degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del criminal, del traidor, de la prostituta, del vicioso...
Yo callaba. Imposible contestar.
-¿No has oído...? Necesito que me pongas todas esas caras sobre mi cara.
-No sé, Señor, no entiendo nada... ¿Esas caras sobre tu cara...?
-Sí, sobre la mía. ¿Y te extraña que los tolere y los quiera sobre mi cara...? ¿Pero no ves que los llevo en mi corazón que es más, infinitamente más, que llevarlos sobre mi cara? ¿No ves que yo he dado por todos la vida? Por todos, ¿oyes?, Por todos. Mira, ahora vas a comprender un poco lo que fue la Redención. ¡Escucha! Yo me hice responsable, voluntariamente, de todos los pecados, lacras y degeneraciones de toda la humanidad, a lo largo de toda su historia. Todo pesaba sobre mí: Mi Padre se asomó, desde el cielo, para verme. Él, que se mira siempre en mis ojos. Yo soy el espejo en que se contempla mi Padre. Soy su rostro. Dios no tiene cara visible. Soy la cara visible de Dios. Se asomó desde el cielo para verme en la cruz y contemplarse en mi rostro. Clavó sus ojos en mí y su pasmo fue infinito. Sobre mi rostro vio, superpuestas sucesiva y vertiginosamente, las caras de todos, absolutamente de todos los hombres. En mi cara estaban todas las caras. Y así, quedé sin cara. Mi Padre, desde el cielo, durante aquellas tres horas de mi agonía en la cruz, estuvo contemplando sobre mi cara el desfile trágico de todas las caras. ¡Era horrible! Pero mientas tanto yo decía: Padre, perdónalos, no saben lo que hacen. Y mi Padre los perdonaba. Mi Padre no los condenaba. Los amaba porque estaban sobre m cara... porque yo daba por ellos la cara… porque ellos eran, entonces, mi cara. No era yo solo el que estaba en la cruz, ni moría solo: Todos os apretabais en mí y todos moríais conmigo. Yo tenía innumerables rostros... Infinitas caras... Nunca por una pantalla ha pasado un desfile tan repugnante, tan grosero y pervertido.
Mi padre no quitaba los ojos de mi cara. Vio pasar la del soberbio, la del sectario maquinando la destrucción de Dios... la del asesino, fría, calculadora, repulsiva... caras de checa... de presidios... de campos de concentración... caras de prostíbulos... bocas apestosas de blasfemias... labios repugnantes, con babas... ojeras hundidas, marcadas a fuego de lujuria... pupilas obnubiladas y viscosas de los drogados y aliento inaguantable a vino fermentado en los borrachos... narices curvas de aves de presa en los ladrones, los avaros... Palidez de madrugada sórdida en el vicio... Turbadoras miradas de perversión... de complejos psicológicos... de misteriosas y subterráneas anormalidades... Yo sentí pasar sobre mi boca crucificada, el cigarrillo del opio; el vaso de whisky; la droga; el veneno; el vómito; el pus; la agonía; la muerte... Qué ridículo el arte de los hombres... Qué insondable el amor de Dios...
Mi Cristo enmudeció desde entonces. Me había dado la suprema y más difícil lección y no ha vuelto a hablarme más.
No olvidéis nunca, amigos, esta superficie lisa y monda de su rostro tajado verticalmente. Es una pantalla de protección ante su Padre. Es un portarretratos vacío. Pero ya conocemos su uso. Ahí, amigo, tienes un rostro de hermano al que no puedes ver... ¡Lo odias...! ¿Te causó daño? ¿Te lo sigue haciendo? ¿No consigues perdonarlo...? ¡Anda...! Sé valiente. Coge esa cara antipática y repugnante de tu enemigo... acércala a Cristo aunque te tiemble la mano... aunque se te rebele encabritado tu amor propio... Anda... Acerca más esa cara... Júntala a la de Cristo en la Cruz...Que queden superpuestas... facciones sobre facciones... ¡Mira... Cristo está en la cruz con la cara de tu enemigo...! Cierra los ojos... Entreabre los labios... Acércalos a los pies de Cristo y bésalos... Y besarás a un Cristo que tiene la cara de tu enemigo.
Ya no lo odias... Te envuelve musical y acariciadora una voz eterna... Amaos los unos a los otros como yo os he amado... Y sentirás que en tu corazón, sin odios ni rencores, empieza a despertarse el amor.
1º COMPRA-VENTA DE CRISTOS
A mi Cristo roto lo encontré en Sevilla, en el jueves. Ese pintoresco doble sevillano del rastro madrileño. Y se dice: “ir al jueves”.Pues yo fui al jueves y en el jueves encontré mi Cristo y lo compré en jueves. Judas, también lo vendió en jueves. Pero antes de deciros cómo, permitidme dos confidencias. Una, que me encanta ir al rastro; otra, que dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Que se llevan mis preferencias los Cristos barrocos españoles. Y, si me urgís más, los andaluces.
Todo esto para explicaros que soy asiduo visitante del jueves en Sevilla. Siempre pienso: si yo encontrara en el jueves un Cristo sevillano, pequeño, de buena talla, barato...
La última vez que fui, fue en mes pasado, en compañía de un amigo mío: Pepe Zarazar, que anda también en su vida, detrás de un Cristo, mejor dicho, detrás de Cristo.
Fuimos al jueves porque a Cristo –que lección– se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos y libros, muñecos rotos o litografías románticas. La cosa es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e inverosímil rastro que es la vida.
Pero aquella mañana no lo encontramos en el jueves y nos aventuramos por su prolongación: la casa del artista. Más fácil encontrar ahí un Cristo, pero mucho más caro. Es zona ya de anticuarios. Es el Cristo con impuestos de lujo. El Cristo que han encarecido los dólares del turista americano. Porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo está más caro.
Visitamos inútilmente dos o trastiendas. Andábamos por la tercera o cuarta.
-¿Quiere algo, Padre?
-Dar una vuelta, nada más, por la tienda, mirar, ver...
De pronto, frente a mí, acostado sobre una mesa con incrustaciones, vi un Cristo sin cruz. Iba a lanzarme sobre él, pero, frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo. Me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba. Era un Cristo todo roto. Pero esta misma circunstancia me encadenó a él, no sé por qué.
Fingí interesarme primero por los objetos que lo rodeaban, hasta que mis dos manos se apoderaron del Cristo. Dominé mis deseos para no acariciarlo. No me habían engañado mis ojos, no .Debió ser un Cristo muy bello. Era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero y, aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.
Yo seguí pensando. ¿Será muy caro? Había que decidirse.
Pregunté, primero, el precio de un camafeo. Luego en de un marfil. Fingí disgusto.
-Lástima, es todo muy caro. ¿Y eso?
No me atrevía a llamarlo Cristo. Estaba tan mutilado. Era casi más una cosa que un hombre. ¿Y eso? Tal vez preguntando así lograría un precio más económico. Pero me equivoqué. Se acercó el anticuario. Tomó al Cristo roto en sus manos.
-¡Oh...! ¡Es una magnífica pieza! Se ve que usted tiene buen gusto, Padre. Fíjese que espléndida talla, que buena factura...
-Sí, pero está tan roto... tan mutilado...
-No tiene importancia, Padre. Aquí, al lado, hay un magnífico restaurador amigo mío. Se lo deja a usted nuevo.
-Bueno. ¿Y en qué precio me lo deja?
Volvió a ponderarlo, a alabarlo. Lo acariciaba entre sus manos. Pero no acariciaba a Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero. Insistí:
-¿En cuánto me lo vende?
Dudó, Hizo una pausa. Miró por última vez al Cristo. Fingió que le costaba separarse de él. Y me lo alargó en un arranque de generosidad diciéndome resignado y dolorido:
-Tenga, Padre. Lléveselo. No es dinero. Lléveselo. Por ser para usted –y conste que no gano nada– tres mil pesetas, nada más. Se lleva usted una joya.
Me quedé con las manos en el aire.
-¿Tres mil pesetas? ¡Qué disparate! ¡Es carísimo!
-¿Caro?
-Naturalmente.
Y empezamos el anticuario y yo a regatear sobre un Cristo. Él, en vendedor, exaltaba las cualidades del Cristo para mantener la cifra. Yo, sacerdote, le mermaba méritos al Cristo, como si fuese una simple mercancía.
Y me acordé, claro, de Judas. ¿No era aquello también una compraventa de Cristo? Pero, ¿cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, en Él y en nuestros prójimos?
Nuestra vida es muchas veces una compraventa de Cristo. Indudablemente, Judas pedía más y los sacerdotes ofrecían menos. Como yo entonces. Y Judas fingía irse, como yo, para volver de nuevo al regateo. Y los sacerdotes simulaban, como yo, no interesarles tanto el comprar a Cristo, como yo, para volver otra vez a insistir en el precio.
Total, lo de siempre. Cedimos los dos. Nos avenimos los dos, como Judas y los sacerdotes judíos. Y el que perdió, como en Judas, como siempre, fue Cristo. Resultó despreciado, porque de las tres mil iniciales en las que me había sido valorado, me lo rebajaron a ochocientas pesetas.
Antes de despedirme le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En su información vaga e inconcreta me dijo que creía proceder de un pueblo –no recordaba el nombre– de las sierras de Aracena, en Huelva, y que las mutilaciones se debían a una profanación allá por el año treinta y seis, cuando lo de la guerra española. Me lo había imaginado desde el principio. Apreté a mi Cristo con cariño y salí con él a la calle.
Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara, con mi Cristo. ¡Qué ensangrentado despojo mutilado! ¡Pobre Cristo! Un poco más y dejaba de ser Cristo. Viéndolo así me decidí a preguntarle:
-Cristo, ¿quién fue el que se atrevió contigo? ¿No le temblaban sus manos cuando te astilló las tuyas arrancándote brutalmente de la cruz? ¿Qué cara puso cuando te partió tu cara? Oye, ¿qué ha sido de él? ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿En la sierra de Aracena? ¿Qué se haría hoy si te viera en mis manos?
-Cállate –me cortó una voz invisible y tajante–. Cállate. Preguntas demasiado. ¡Cómo sois los hombres! Cuando se tratan de los pecados ajenos no se os agotan ni las preguntas ni la curiosidad. Pero, sobre todo, cómo os cuesta a los hombres a aprender a olvidar. ¡Cómo sois! Creéis que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el vuestro. ¡Cállate! No me preguntes no pienses más en el que me mutiló. ¡Déjalo! ¡Respétalo! Yo ya lo perdoné. Yo me olvido instantáneamente y para siempre de sus pecados, cuando un hombre se arrepiente. Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate!
-Sí, Señor, enséñame a olvidar y perdonar.
Pero mi Cristo seguía urgiéndome:
-Oye. ¿Por qué ante mis miembros rotos evocas el recuerdo de los que en la guerra del treinta y seis mutilaron mis imágenes y no se te ocurre recordar a tantos que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos, los hombres, en la posguerra? ¿Qué es mayor pecado, mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito yo por la gracia del bautismo? ¡Hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los Cristos vivos que son sus hermanos.
Yo estaba confuso, sin habla. Su voz me acorralaba. Por salir de ese cerco angustioso, por quedar bien con mi Cristo, se me ocurrió decirle:
-Oye, te voy a mandar restaurar. No quiero, no puedo verte así, destrozado. Ya verás qué bien vas a quedar. Aunque el restaurador me cobre lo que quiera. Tú te lo mereces todo. Me duele verte así. Mañana mismo te llevo al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta...?
-¡No! No me gusta –contestó el Cristo seca y duramente–. Eres igual que todos los demás, hablas demasiado.
Hubo una pausa. Una orden tajante como un rayo vino a decapitar el silencio angustiosos:
-No me restaures. Te lo prohibo, ¿lo oyes?
-Sí, Señor, te lo prometo, no te restauraré.
-Gracias –me contestó el Cristo mansísimamente.
Su tono volvió a darme confianza.
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo.
-Ya lo veo.
-¿No comprendes, Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No comprendes que me dueles?
-Eso es lo que quiero. Que al verme a mí roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo, rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han bloqueado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. No me restaures, a ver si viéndome así te acuerdas de ellos y te duelen. A ver si así, roto y mutilado, te sirvo de clave para el dolor de los demás.
La voz de mi Cristo seguía sonando como el eco de una viejísima queja eterna.
-Mira, hay muchos, muchísimos cristianos que se vuelcan en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello y se olvidan de sus hermanos, los hombres, Cristos feos, rotos y sufrientes. Y eso yo no lo acepto.
Ahora mismo, en estos días últimos de Cuaresma y en los próximos de Semana Santa, en todas las ciudades españolas se extreman las manifestaciones de cariño para todos los bellos Cristos crucificados, Pero eso no basta. Eso no vale si falta el amor al prójimo sufriente.
Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando a un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan. Me dan asco. Los tolero y los aguanto forzado, en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. Tenéis demasiados Cristos bellos. Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte.
Un Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huída del dolor ajeno, tranquilizando, al mismo tiempo, la conciencia en un falso cristianismo. Por eso deberíais tener más Cristos rotos. Uno en la entrada de cada iglesia. Uno en cada Semana Santa procesional, que os gritaran siempre, con sus miembros partidos y sus caras sin formas, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos, los hombres.
Por eso, te lo suplico, no me restaures. ¡Déjame roto! Aguántame roto junto a ti –aunque amargue un poco tu vida. ¡Bésame roto!
-Sí, Señor, te lo prometo. No habrá fuerza que me arranque de ti.
Y un beso sobre su único pie astillado fue la firma de mi promesa.
Desde hoy viviré con un Cristo roto.
2º DIOS TIENE MANO IZQUIERDA
La misma tarde que compré mi Cristo, le pregunté al anticuario de “el jueves”:-¿Dónde está el brazo derecho? ¿No habrá forma de localizarlo...?
-Imposible –me contestó–. Y no crea usted que no revolvimos ya todo el pajar de Aracena en donde estaba tirada la imagen mutilada. Encontramos, eso sí, la pierna izquierda y se la pegamos. Pero de la mano derecha, ni rastro. Sabe Dios a dónde habrá ido a parar la mano derecha de Cristo.
El anticuario de Sevilla no sabía, Señor, por dónde andaba tu mano derecha. Pero tú, tú sí que lo sabes... ¡Vaya si sabes por dónde anda tu mano derecha..! ¿Verdad? Tu mano derecha... ¿Quién puede localizarla? La estás desclavando continuamente y se te escapa siempre. No me extraña que no la tengas. Se te arranca y anda por ahí, invisible pero eficaz, haciendo de las suyas...
¿Quién no siente de vez en cuando, amigos, el roce suave de la mano llagada de Cristo...? Esa mano irresistible que sin llamar a la puerta se mete en todas partes. En el hospital, en el lecho de muerte, en la oficina, en el despacho, en la fábrica, en el cine, en el teatro, en el espectáculo... Se cuela de puntillas, como una ráfaga luminosa y musical... En el cabaret... En el muladar... En el fango... Es una alarma inquietante: ¿Quién anda ahí? No, no, no, no es nada... Sí. Es la mano derecha de Cristo. No podemos dar un paso por la vida sin tropezar con la mano derecha de Dios.
Pero tú Cristo, Cristo mío roto, solamente tienes mano izquierda. Se me está ocurriendo una tontería: Que si tú fueras solamente hombre, podríamos también decir de ti que también tienes una buena mano izquierda. Pero no en ese sentido en el que se lo aplicamos a los hombres: ¡Fulano tiene una mano izquierda! Y tú, Cristo mío, tu tampoco tienes una mano izquierda en ese sentido humano de manejos subterráneos y tortuosos, no. En la vida hace falta manejar mucho la izquierda, si no, se fracasa, como tú. Con una sola mano no se flota bien. A la larga, hay que nadar con las dos. Y a ti te faltó mano izquierda. Así te ha ido a ti. Te crucificaron te ahora te mutilan. El que tiene buena mano izquierda no le crucifican nunca. Ahí está, precisamente, todo.
Yo sentí que mi Cristo sonreía silencioso.
-Qué poco y mal me conocéis. Claro que yo también tengo mano izquierda.
-¿Tú, Señor?
-¿Qué sería de vosotros, los hombres, si yo no tuviera mano izquierda...? La tengo, pero no para evitar que me crucifiquen a mí, sino para conseguir que mi Padre no os condene a vosotros. Yo no uso mi mano izquierda para salvarme a mí de la cruz, sino para salvaros a vosotros del infierno. ¿Lo comprendes ahora?
-A medias, Señor.
Toda la aventura trágica y divina de nuestra vida está en dejarse coger por las manos de Dios. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligrosos: La libertad. Y Dios la respeta misteriosamente, infinitamente. Para conquistarnos dispone Dios de dos manos. La derecha y la izquierda, que representan dos técnicas y dos tácticas.
La mano derecha es clara, abierta, transparente, luminosa. Da la cara. La mano izquierda busca atajos, da rodeos, es cálculo, diplomacia. No tiene prisa, se pliega al guante y al disfraz, si es necesario. Actúa a la distancia y finge la voz. Pero aunque izquierda, no es maquiavélica ni traidora, porque la mueve el amor. Para cada alma, Dios tiene dos manos, pero las emplea de modo distinto, porque todas las almas son diferentes.
Hay almas que se dejan coger por la mano derecha. En otras alternan la izquierda y la derecha, las dos manos de Dios. Y hay almas en las que, fracasada la derecha, Dios tiene que emplear a fondo la mano izquierda.
Con la derecha, como a palomas blancas u ovejas dóciles, Dios cogió a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas.
Para conquistar a Pedro y a Pablo, a Magdalena, a Agustín o a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la mano izquierda. Ante la mano derecha se encabritan, se rebelan, se plantan... Entonces entra en juego la izquierda. Busca un disfraz y se trueca en rayo, en bala de cañón, en dos ojos con lágrimas o en un gallo que canta en la noche... ¡La mano izquierda de Dios! Aquí está, Cristo, es la que te dejaron... Parece que no hace nada. A manotazos bruscos, desalmados, alejamos continuamente de nuestro alrededor esa suave mano derecha de Dios. Trata de ser freno que nos detenga. ¡Apártate! Quiere alzarnos del barro en que caímos: Hoy no quiero volar... Mañana, déjame... Se nos mete en el pecho por ver si logra ablandar nuestro corazón: ¡Eso para los niños y las viejas...! Yo soy un hombre. ¡Déjame...! Y Dios retira entonces, muchas veces, su mano derecha. La hemos hecho prácticamente inútil para nosotros.
Otras veces, muchas, ¡qué suerte entonces!, Dios no se da por vencido. Retira la derecha pero desclava la izquierda. Deja la derecha en reserva. Ya volverá a usarla después. Y juega con la izquierda. Y qué irresistible, Cristo, cuando se decide a emplearla. Nadie maneja la mano izquierda mejor que Dios. Sus recursos son infinitos. Ayer la disfrazó de gallo, de relámpago, de cañón primitivo. Hoy la disimula con más modernos y actuales disfraces. Es el ser más actual. Se rompe una presa que arrasa mis fincas, Tengo un descuido imperdonable en el trabajo: La máquina me siega un brazo. Íbamos en el coche a cien por hora, nos salió impensadamente un camión. Murieron en el acto mi mujer y un hijo. Quedé solo en la vida. Jamás he tenido una enfermedad pero me dice el médico que tengo no sé qué de corazón. Ni alcohol, ni tabaco, ni trasnochar, ni exceso alguno. Y esto a mi edad. ¿Quiere usted creer que la única hija que tengo, terminada ya la carrera, una delicia de criatura, me sale ahora con que se va a carmelita descalza? Yo tengo veintidós años. Me rifaban las chicas del barrio. Estoy en cama desde hace dos meses y me acaba de decir un buen amigo, que esto mío de la pierna es cáncer de hueso. ¿Y me voy a morir a los veintidós años? Yo no espero a que venga la muerte. ¡Qué te lo has creído!
Ante la mano izquierda de Dios, la primera reacción es un grito de rebeldía y desesperación. Olvidamos la presa, el coche, el camión, el cáncer, la muerte, el accidente, porque adivinamos que ellos no tienen, en definitiva, la culpa. Presentimos a Dios como responsable último de ese dolor que por ser tan terriblemente profundo no puede venir de las criaturas. Y, lógicamente, nos encaramos con Dios, con el culpable, y le gritamos, le preguntamos: ¿Por qué? Le exigimos. Le emplazamos. Le desafiamos. Le condenamos... ¿Padre...? si fueras Padre no me tratarías así. Gritamos... protestamos... nos rebelamos... y luego nos quedamos solos. Vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes y, sin darnos cuenta, la primera oración. Sucede el cansancio. Otra vez solos. Las lágrimas ya son más serenas. Ya rezamos sin protestar. Tenemos ganas de besar algo. ¿Qué? Sí, eso. Ya lo encontramos... un crucifijo... y con un beso le decimos a Dios: Está bien. Lo que Él disponga.
Terrible, violenta, dura, implacable, pero bendita mano izquierda de Dios.
Y se formulan absurdas expresiones: Bendita presa que se rompió, arrasó mi fábrica pero me acercó a Dios... Tengo veintidós años y un cáncer de hueso, ¡nunca he sido tan feliz como ahora!... ¿Mi hija monja? Ofreció su vida en clausura por mi salvación. Yo andaba muy lejos de Dios...
¡Cristo mío roto! Te lo digo en nombre mío y de todos los amigos televidentes que te están viendo en la pantalla, manco de la derecha, ofreciéndonos tu izquierda. Te lo digo en nombre de todos porque somos valientes para pedírtelo desde ahora: Señor, si no basta para salvarnos la ternura de tu mano derecha, desclava tu izquierda... Disfrázala de lo que quieras: fracaso... calumnia... ruina... accidente... cáncer... muerte... Cristo, que seamos hijos de tu mano... de tu derecha o de tu izquierda.
A la cabecera de tu cama, amigo, o en tu mesita de noche, tienes un Cristo clavado en la cruz. ¿Por qué esta noche, antes de acostarte, no le besas la mano izquierda? Y que sea lo que sea. Atrévete.
3º SE HA PERDIDO UNA CRUZ
Voy a aprovechar esta noche mi actuación en la televisión española para lanzar un anuncio. Buena ocasión puesto que cuento con varios millones de televidentes. Un anuncio breve y no comercial. Atención, señores, se ha perdido una cruz y no se da con ella. ¿La habrá encontrado, tal vez, alguno de vosotros...? Es la de mi Cristo roto. No la localizamos. El lo sabrá pero no me contesta... ¡Como es mudo...!El anticuario de Sevilla que me lo vendió tampoco ofrece ninguna pista ni rastro. Yo quisiera devolverle su cruz, porque aguantar en la cruz sin cruz, debe ser doble tormento doloroso. Por eso, amigos, os pido ayuda. Se ha perdido una cruz... ¿Alguno de vosotros ha encontrado una cruz? ¿Queréis las señas...? ¿El tamaño...? Pues ya lo veis. No muy grande. Unos noventa por sesenta centímetros. No muy grande, pero es una cruz y no hay cruz pequeña. Además, es una cruz para Cristo y entonces no hay modo de medirla. Con estas señas basta porque, en definitiva, todas las cruces son iguales. Perdonad, pues, mi insistencia. Amigos, ¿alguno de vosotros ha encontrado una cruz...? ¿O sabéis de alguien, vecino, pariente, amigo, que la haya encontrado...?
Sí... ya sé que os estáis contestando todos: ¡Qué cosas pregunta usted! ¿Qué si no hemos encontrado una cruz...? ¿Una sola...? ¡Hemos encontrado tantas cruces...!
Y todos, es verdad, tenéis toda la razón. Por eso ahora pregunto al revés: ¿Quién de vosotros, amigos, quién de nosotros, no ha encontrado una cruz...? Mejor dicho, ¿quién no tiene una cruz...? Es un derecho de propiedad irrenunciable que se está ejerciendo siempre. Con esta personalísima propiedad privada no puede ni el comunismo. Todo comunista tiene su propia cruz, inalienable. Imposible socializarla y todos la llevamos a cuestas, aunque no se ve. Aunque sonriamos. A veces, por oculta, más pesada. La mía no la veis tampoco. Me veis a mí, multiplicado en todas las pantallas receptoras, pero no veis mi cruz... ¡la tengo! Aunque no extienda los brazos en forma de cruz, aunque no salga por detrás de mis hombros. Yo me la sé. Y vosotros, la vuestra.
Todos trabajan pero, todos, tienen y trabajan con ella, una cruz: su cruz. Los dos cámaras... el que vigila, alerta, la jirafa de sonido, el que se encarga de los focos, el regidor que me hace señas e indicaciones y tiene una cruz. Todos, estamos todos, trabajando con nuestra cruz a cuestas. Pero entonces, ¿esto qué es? ¿Un estudio de televisión española en Madrid, o una escena fantástica de una eterna Pasión...?
Y con la vuestra, también a cuestas, estáis contemplando vosotros este programa en donde estéis: en casa, en la del vecino, en el bar. ¿Para qué vinisteis con la cruz a ver la televisión?
Nos persigue hasta la silla, la butaca, la cámara. Esta noche, al acostarnos, no podemos dejarla colgada en la percha. Y al levantarnos mañana, no será necesario vestirnos la cruz. Saltaremos de la cama con ella ya puesta. A la entrada de nuestro trabajo dejaremos apartado el coche, la moto, la bici. ¡Ojalá pudiéramos todos los días, también, dejar unas horas aparcada nuestra cruz! Para las cruces no hay problemas de aparcamiento. No ocupan sitio, aunque ocupen y absorban una vida entera.
¿Que quién ha encontrado una cruz? Todos... Buenos y malos... Santos y criminales... Sanos y enfermos. Ni siquiera respeta los partidos políticos por opuestos que sean. Ni a los que parecen desafiar al dolor con las carcajadas y juergas de su vida. Esa pobre prostituta que a estas horas, repintada y aburrida, espera sentada en la barra de la cafetería o arrimada a la esquina estratégica, lleva encima una pavorosa cruz a cuestas. Pesa tanto que se apoya recostándose en la esquina. Una cruz que pesa más de lo que sospechábamos. Y el que se acerca a ella buscando el placer, lo hace por huir de otra cruz. Con sus respectivas cruces a cuestas, hablan los dos, se arreglan, al fin, los dos. Y allá van los dos, por la calle adelante con prisa los dos y con la cruz acuestas los dos. Y cuando regresan, cuando ya han tratado de aplacar su hambre de felicidad, sienten, defraudados, que han aumentado su cruz. Es mayor, en ella, el asco y el envilecimiento; en él, la desilusión. ¡Bah! No merecía la pena. Para volver a surgir mañana, otra vez, la cruz del deseo en él. Y en ella, dentro de un rato, otra vez, el asco y el cansancio. Y siempre con la cruz a cuestas.
Una vez, en Nueva York, yo tuve una pesadilla terrible. Como en una película de Ingmar Bergman. Acababa de pasar unos días en Nueva York abrumado y ahogado por las masas verticales de sus rascacielos y esa noche soñé con una fantástica ciudad, con un Nueva York centuplicado, donde los rascacielos se abrían arriba en forma de cruz, y cuyas paredes e infinitas ventanas, iluminadas por dentro, de noche, se partían en forma de cruz, para enseñarme en cada uno de los pequeños huecos, un hombre crucificado. ¡Qué angustiosa pesadilla la de aquella noche, atravesando en sueños las calles trágicamente silenciosas y vacías, bajo la mirada lacerante de infinitos hombres crucificados en las ventanas de los rascacielos crucíferos y arrastrando yo, único caminante, mi cruz, que rechinaba en el asfalto por las interminables calles solitarias!
¿Y no es verdad...? Toda ciudad, en definitiva, es un bosque, una selva, una colmena de cruces. ¿Y sabes, amigo, por qué a veces nuestra cruz resulta intolerable? ¿Sabes por qué llega a convertirse en desesperación y suicidio...? Porque entonces, nuestra cruz, es una cruz sola. Una cruz sin Cristo. La cruz sólo se puede tolerar cuando lleva un Cristo ente sus brazos. Una cruz laica, sin sangre ni amor a Dios, es absurdo aguantarla. No tiene sentido, te lo concedo.
Por eso, amigo, se me ocurre una idea: Yo tengo un Cristo sin cruz, míralo... Y tú tienes, tal vez, una cruz sin Cristo. Esa que tú sabes. Los dos estáis incompletos. Mi Cristo no descansa porque le falta su cruz. Tú no resistes tu cruz porque te falta Cristo. Un Cristo sin cruz... Una cruz sin Cristo... ¿Por qué no los juntamos y los completamos? ¿Por qué no le das esta noche tu cruz vacía a Cristo? Saldremos ganando, ya lo verás. Tú tienes una cruz sola... vacía... helada... negra... pavorosa... sin sentido... Una cruz sin Cristo. Te comprendo, sufrir así es irracional. No me explico cómo has podido tolerarla tanto tiempo. Tienes el remedio en tus manos. ¡Anda, dame esa cruz tuya! ¡Acércala más! Yo te doy, en cambio, este Cristo sin reposo y sin cruz. ¡Tómalo! ¡Te lo acerco! ¿Lo estás viendo? Es tuyo, multiplicado prodigiosamente en todas las pantallas de televisión... ¡Dale tu cruz! ¡Toma mi Cristo! ¡Júntalos! ¡Clávalos! ¡Abrázalos! ¡Bésalos! Y todo habrá cambiado. Mi Cristo roto descansa en tu cruz. Tu cruz se ablanda con mi Cristo en ella.
Empecé dando un aviso: Se ha perdido una cruz. Lo retiro. Ya no hace falta, Hemos encontrado una cruz, la nuestra, que resulta ser la de Cristo.
4º ¿QUIÉN TE PARTIÓ LA CARA?
Cristo, yo había oído muchas veces esta amenaza en los labios trémulos por el odio de un hombre a otro hombre: ¡Mira que te parto la cara!, y siempre pensé que les cegaba la ira, en su imposible y loco desafío. Todo suele quedar en un puñetazo, un bofetón, una cuchillada en la mejilla. Sólo en ti se ha cumplido, literalmente, la brutal amenaza. Te han partido la cara, de arriba a abajo, en un solo tajo.Yo se la hubiera restaurado lo primero de todo. Pero Él me lo prohibió. Por eso me dedico, en un juego de mi fantasía y de mi cariño, a restaurársela idealmente, colocando sobre su cabeza sin facciones, las caras que para Cristo ha soñado el arte universal. Consumo en este juego ratos y ratos. Museos, colecciones, galerías, catedrales, pinacotecas, todo va pasando por el tajo de su cara en un desfile lento y sabroso.
Me siento Velázquez o Juan de Mesa, con un patetismo barroco. O Montáñez, en olímpica belleza. O Fra Angélico: ¡qué dulcísimo rostro! O Leonardo, de infinita tristeza. Corro al Greco. ¡Cómo ruedan temblorosas las lágrimas del expolio! Ratos. No acabo nunca.
Pero desde hace unos días he tenido que renunciar también al consuelo de este juego. Mi Cristo roto es terrible en sus exigencias; no concede treguas. Y me lo ha prohibido también. Yo creía, al principio, que le gustaba. Al menos lo toleraba silencioso. Hasta que un día no pudo aguantar más y me interrumpió severamente:
-¡Basta...! No me pongas ya más caras. He tolerado tu juego demasiado tiempo. No acabarás de comprenderme. No me pongas más esas caras que pides de limosna al arte de los hombres. Quiero estar así. Sin cara. Prometiste que jamás me restaurarías.
-Y lo sigo prometiendo, Señor –le contesté confuso y sincero.
-A no ser que quieras ensayar otro juego... Ponerme otras caras... Esas sí las aceptaría.
-¿Cuáles, Señor...?, te las pondré en seguida.
-No lo creo... Te conozco.
-¿Por qué no...? Dime qué caras y te las pongo.
-Temo que no lo entiendas. Incluso que te escandalices como los fariseos.
-Pondré todo mi esfuerzo en comprenderlo. Dímelo. ¿A qué caras te refieres?
-A otras... Pero reales, no fingidas como las que inventabas, y que son también mías, como la que me cortaron de un tajo.
-¡Ah...! Ya creo adivinar, Señor. ¿A que te refieres a las caras de los santos, de los apóstoles, de los mártires, de las vírgenes...?
-¿Ves como no aciertas? No das una –sonrió mi Cristo tristemente. Esas caras, es verdad, son mías. Pero ya las tengo. Nadie me las niega ni me las regatea. Yo quiero otras caras, las reclamo. Muy pocos se atreverían a ponérmelas.
-Yo sí... Anda...¡Dímelas!
-Bueno... tú lo has pedido. Después no te quejes.
Hizo un descanso como para tomar fuerzas. Respiró profundamente. Dudó. Me pareció que se volvía atrás. Yo estaba asustado. Le tuve miedo a Cristo. Pero no había remedio. Me preguntaba:
-Oye, ¿no tienes por ahí un retrato de tu enemigo...? ¿De ese que te envidia y no te deja vivir...? ¿Del que interpreta mal, por sistema, todas tus cosas? ¿Del que siempre, por todas partes, va hablando mal de ti...? ¿Del que te arruinó...? ¿Del que dio malos y decisivos informes sobre ti...? ¿Del traidor que te puso una zancadilla...? ¿Del que logró echarte del puesto que tenías...? ¿Del que metió en la cárcel a tu hermano...? ¿Del que se aprovechó de la guerra y mató a tu padre...?
-Cristo... no sigas...
-No lo ves... Ya te previne... Es demasiado, ¿verdad...?
-Es inhumano, es absurdo... Pero no me hagas caso. ¡Sigue, sigue hablando!
-Bueno... ¿Te has fijado bien en las caras de los leprosos... de los anormales... de los idiotizados... de los mendigos sucios... de los imbéciles... de los locos... de los que se babean...?
-¿Y qué me vas a decir, Cristo, que esas caras son tuyas...? ¿Y que te las ponga...?
-¡Naturalmente...!, y me las vas a poner.
-¡Imposible...!
-Espera. No acabé aún. Toma bien nota de esta última lista y no olvides ningún rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del suicida, del degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del criminal, del traidor, de la prostituta, del vicioso...
Yo callaba. Imposible contestar.
-¿No has oído...? Necesito que me pongas todas esas caras sobre mi cara.
-No sé, Señor, no entiendo nada... ¿Esas caras sobre tu cara...?
-Sí, sobre la mía. ¿Y te extraña que los tolere y los quiera sobre mi cara...? ¿Pero no ves que los llevo en mi corazón que es más, infinitamente más, que llevarlos sobre mi cara? ¿No ves que yo he dado por todos la vida? Por todos, ¿oyes?, Por todos. Mira, ahora vas a comprender un poco lo que fue la Redención. ¡Escucha! Yo me hice responsable, voluntariamente, de todos los pecados, lacras y degeneraciones de toda la humanidad, a lo largo de toda su historia. Todo pesaba sobre mí: Mi Padre se asomó, desde el cielo, para verme. Él, que se mira siempre en mis ojos. Yo soy el espejo en que se contempla mi Padre. Soy su rostro. Dios no tiene cara visible. Soy la cara visible de Dios. Se asomó desde el cielo para verme en la cruz y contemplarse en mi rostro. Clavó sus ojos en mí y su pasmo fue infinito. Sobre mi rostro vio, superpuestas sucesiva y vertiginosamente, las caras de todos, absolutamente de todos los hombres. En mi cara estaban todas las caras. Y así, quedé sin cara. Mi Padre, desde el cielo, durante aquellas tres horas de mi agonía en la cruz, estuvo contemplando sobre mi cara el desfile trágico de todas las caras. ¡Era horrible! Pero mientas tanto yo decía: Padre, perdónalos, no saben lo que hacen. Y mi Padre los perdonaba. Mi Padre no los condenaba. Los amaba porque estaban sobre m cara... porque yo daba por ellos la cara… porque ellos eran, entonces, mi cara. No era yo solo el que estaba en la cruz, ni moría solo: Todos os apretabais en mí y todos moríais conmigo. Yo tenía innumerables rostros... Infinitas caras... Nunca por una pantalla ha pasado un desfile tan repugnante, tan grosero y pervertido.
Mi padre no quitaba los ojos de mi cara. Vio pasar la del soberbio, la del sectario maquinando la destrucción de Dios... la del asesino, fría, calculadora, repulsiva... caras de checa... de presidios... de campos de concentración... caras de prostíbulos... bocas apestosas de blasfemias... labios repugnantes, con babas... ojeras hundidas, marcadas a fuego de lujuria... pupilas obnubiladas y viscosas de los drogados y aliento inaguantable a vino fermentado en los borrachos... narices curvas de aves de presa en los ladrones, los avaros... Palidez de madrugada sórdida en el vicio... Turbadoras miradas de perversión... de complejos psicológicos... de misteriosas y subterráneas anormalidades... Yo sentí pasar sobre mi boca crucificada, el cigarrillo del opio; el vaso de whisky; la droga; el veneno; el vómito; el pus; la agonía; la muerte... Qué ridículo el arte de los hombres... Qué insondable el amor de Dios...
Mi Cristo enmudeció desde entonces. Me había dado la suprema y más difícil lección y no ha vuelto a hablarme más.
No olvidéis nunca, amigos, esta superficie lisa y monda de su rostro tajado verticalmente. Es una pantalla de protección ante su Padre. Es un portarretratos vacío. Pero ya conocemos su uso. Ahí, amigo, tienes un rostro de hermano al que no puedes ver... ¡Lo odias...! ¿Te causó daño? ¿Te lo sigue haciendo? ¿No consigues perdonarlo...? ¡Anda...! Sé valiente. Coge esa cara antipática y repugnante de tu enemigo... acércala a Cristo aunque te tiemble la mano... aunque se te rebele encabritado tu amor propio... Anda... Acerca más esa cara... Júntala a la de Cristo en la Cruz...Que queden superpuestas... facciones sobre facciones... ¡Mira... Cristo está en la cruz con la cara de tu enemigo...! Cierra los ojos... Entreabre los labios... Acércalos a los pies de Cristo y bésalos... Y besarás a un Cristo que tiene la cara de tu enemigo.
Ya no lo odias... Te envuelve musical y acariciadora una voz eterna... Amaos los unos a los otros como yo os he amado... Y sentirás que en tu corazón, sin odios ni rencores, empieza a despertarse el amor.